jueves, 29 de noviembre de 2012

Recuerdos de hoy. Sin memorias de ayer.





Recuerdo aquella mañana, estaba bien dibujado en mi cabeza, la abuela me desperto, era un martes de noviembre, la mañana era fría y los hielos cubrían la calle. Todas las mañanas íbamos al colegio, salí del portal de la calle Herreros del barrio Vidal, baje por la calle transportistas y quise comprar la palmera de chocolate que todos los días comía en el descanso del colé. El nombre de la tienda era Moro, digo yo que seria su apellido, mas arriba estaba Gerardo que creo recordar que se jubiló ya hace algunos años. El señor Moro tenia la cara gordita y redonda, parecía que fue rubio en un tiempo atras, su mujer delgada y con una sonrisa en la boca, eran cordiales y atentos. Me lleve la palmera de chocolate que aun hoy es uno de mis dulces favoritos, le di cien pesetas de las de antes, esas que cundían.

Baje por la plazuela y vi el kiosco del sierra, donde estará ese hombre fornido de manos ajadas por el frío, que aquellas alturas seguro que pensaba mas en jubilarse que en estar allí, todos estos recuerdos se mezcla con nostalgia, como si fuera una viaja televisión Philips en blanco y negro, era una vida mas austera sin tanto lujo, pero el trato como los pequeños detalles te hacían sentir vivo. Aquel día machaque a mi abuela desde el comienzo de la mañana, le insisti para que me comprara una bolsa sorpresa porque quería que me tocara un tirachinas. Por las tardes practicábamos e intentábamos matar algún pardal y enseñarlo como un trofeo. El sierra mas de una vez nos persiguió, ahora con la mirada del tiempo le vacilábamos con cariño, le pedíamos un flash de me la empina o una tontería mayor, jeje, que tiempos aquellos en que la única prisa era pasar el tiempo. Después de abrir el sobre sorpresa me di cuenta de que mi intuición me había fallado, era una vulgar bolsa de gusanitos y una de pica pica.

Se había tirado dos días lloviendo, la mañana del domingo habíamos jugado a las presas, el agua caía por la avenida Salamanca, que por aquellas epocas era nuestro lugar de juegos, un descampado de tierra, a los lejos el barrio blanco, el barrio prohibido. Había toda clase de fauna, te podías encontrar serpientes, grillos, hormigas gigantes. Los pajarillos era una de nuestras mayores diversiones, los cazábamos con liga, ese pegamento que embadurnábamos en una ramita, se impregnaban cuando iban a una charca a beber agua y se la quitábamos con aceite de oliva, pasado los años nos enteramos de que estaba prohibida. Nuestro sueño era cruzar jilgueros con canarios, y lograr los mejores mixtos de la zona, los que morían iban a la cazuela, el tio Braulio se los comía en paella.

Mi abuela me dijo que corriera que llegabamos tarde porque me estaba entreteniendo en saltar en todos los charcos que habían quedado helados. Me entretenía rompiendo el hielo con la botas de agua.

Estábamos llegando, en solo veinte minutos, la fachada era de piedra, la típica piedra salmantina. Aquella entrada era lo mas parecido al infierno que recuerdo, donde las monjas eras unas brujas sin escoba. Ya no habia salida, las grandes puertas estaban abiertas y la entrada al infierno estaba hay, recuerdo las grandes escaleras para ir a clase. Mi amigo Hugo era un chico gordito con el pelo rizado cuando bajamos las angostas escaleras en dirección al patio nos preguntaban por la chica que nos gustaba, nos rodeaban y nos obligaban a decir cual era. Todavía recuerdo sus cabellos lisos, sus ojos azules, sus dientes blancos y paletos largos, ella se llamaba Alicia. En el patio había una escalera semiredondo donde las niñas jugaban a ponerse de pies boca abajo. Los niños hacian esfuerzos por ver su ropa interior, los repetidores incitaban a eso, pero no había nada sensual, solo la curiosidad de ojos inexpertos que querían ver y ver.


Era la una, la alarma sonaba, corrí, mi abuela me estaba esperando con una extraordinaria sonrisa y me abrazo, me dio un beso. Teniamos que ir rapido porque teniamos que comer, volver al colegio hasta las tres y media. El viaje de vuelta fue un segundo, no se porque pero ese día teníamos cocido mi comida favorita, pero sin comerlo ni beberlo en vez de sopa de fideos había sopa de pan. La cosa más repugnante que habías probado mis papilas gustativas, esa viscosidad en la boca y con ese sabor a cocido eran repugnantes. Tuve el berrinche más grande que recuerdo, llore, patalee, grite, hice todo lo que estuvo en mi mano para que me hiciera sopa de fideos. Pero mi tia ese día fue inflexible , ya a punto de tocar la hora con los ojos hinchados de tanto llorar y con el hambre que me salía por la boca decidí sin más dilación de volver a comer. Y en ese momento con hambre y sin la rabia de la chiquillada me pareció una comida no deliciosa pero si comible.

Volví al colegio y pase las dos horas siguientes pensando en mis grillos. Esos grillos que mi tio me enseño ha cazar, con una botella de agua se la echábamos en la hura y el pobre grillo salía o moría ahogado, me encantaba ese sonido, el gri, gri, gri, hoy todavía cada vez que lo escucho me relaja.

Mi abuela otra vez estaba en la puerta me sonrió, hoy todavía sonríe y llora, pero sus labios ya no tenían memoria y su mundo se había difuminado en los miedos de infancia, sin ella nada de lo anterior hubiera sido posible. Te quiero abuela.