sábado, 2 de julio de 2016

La agradable cotidianidad.



Estaba como un grumete en la popa de un barco. Desorientado, traspuesto, agitado con incansables náuseas. Había comenzado una sopa de letras aquella mañana, tachada se me resistía, me llevó más de quince minutos encontrarla, parecía otro día más. Pero por arte de magia como pasan las cosas que no tiene mucho sentido me sentí conmocionado. 

Eso ocurrió mucho después de haberme levantado. Hice pis, me lave los dientes y rematé la jugada con enjuague bucal. Recorrí un laberinto hasta llegar a la cocina, molí café, tenía la boca seca y bebí un poco de agua. Puse la cafetera, una nesspreso de acero inoxidable de dos tazas, la inducción en menos de dos minutos había llegado al punto de ebullición. El torrefacto café salía silbando, esparciendo su aroma por todos los lugares de la casa, era tan fuerte el olor del café arábigo que si no sabías donde estaba la cocina un mapa de olores te llevaba hasta allí. Baje las escaleras de dos en dos, rápidamente compre una barra, era blanda por fuera más aun por dentro, crujiente, tierna, blanca, esponjosa y sobre todo recién hecha, todavía estaba calentita. Saque queso havarti y mortadela siciliana, las lonchas eran finas, no traslúcidas pero si con consistencia suficiente para hacer un bocadillo de un rey. La bandeja era un bodegón, una manzana, una coliflor, un melón pepinero y unas piezas de caza. Coloqué café puro en una taza azul, cuando mezcle la leche, la gravedad hizo su efecto descendente, por un arte místico una marea ascendente mezclo el café sin necesitar cuchara. En el lado derecho un pequeño jarrón de madera, sobresalía una flor amarilla que había recogido Isabella en el campo. El pivote de plástico mediante rozamiento había producido un exquisito zumo, en la izquierda un vaso de naranja recién exprimido. Después de un minuto el típico sonido del microondas me advertía de que ya estaba caliente, cogí el café y lo puse en la bandeja encima justamente del plato donde llevaba el bocadillo, su composición era de catálogo, era tan apetitoso que me sentí orgulloso de mí mismo. El laberíntico recorrido al dormitorio era un claustrofóbico pasillo que parecía una broma macabra. 

Todo cambió, de repente la habitación se iluminó, un sol radiante entraba por la ventana, fue inesperado, casi mágico, algo mareante, revueltamente nauseabundo, me dejo transpuesto, insomne. Al ver su mirada lo que llevaba años sintiendo eclosiono, era simple amor, la inabarcable sensación que ningún poeta había sabido describir por las múltiples tonalidades que tenía.