jueves, 24 de marzo de 2016

Forjado a fuego.


El nacimiento de un hijo de acero.




A los diez años sentí la fuerza de la forja, el acero se transformaba en mis manos, en cada martillazo notaba el movimiento, la tensión de los átomos me decían la fuerza que tenía que trasmitir. Sabía, como una verdad impuesta desde la cuna que tenía que hacer para que no se partiera, notaba la vibración que producía el metal vivo. Lo trataba con mimo, intentando que su alma inerte saliera a la luz, el acero incandescente arrugaba su forma por las fuerzas implacables del yunque y el martillo. En el cobertizo donde el calor era asfixiante estaba a punto de hacer el corte térmico, templaba el acero para darle consistencia a la hoja, a setecientos cincuenta grados entraba en el agua, sentía lo mismo que el pintor al fluir la brocha por el lienzo desnudo, algo que no se podía describir. Un cosquilleo me bajaba del cuello, mi imaginación me transporto a otro lugar, unos cuantos de miles de años antes, donde un hombre realizaba su primera espada, ese viejo amigo que le diferenciara de la vida o de la muerte, esa obra de arte la cual le valdría para defenderse o para poder cortar la carne. 



Aquella primera vez nunca la pude olvidar, el olor de la fragua, el humeante café saliendo de la vieja cafetera, el sonido constante de los metales, la rotura de la madera, la transformacion en brasas de un trozo húmedo de árbol, la mágica metamorfosis de la vieja alquimia. Mi forja era arcaica, lo más prehistórica posible, daba calor con un fuelle de cuero viejo cuyo uso era lo más parecido al contacto salvaje y antiguo que había visitado el ser humano. Cuando el fuego asumía una temperatura considerable y caldeaba más el ambiente, mi concentración también iba en aumento. El sudor resbalaba por mi espalda, el cuello de mi camisa estaba empapado, mi frente parecía un manantial, mis músculos estaban en tensión, las fibras musculares eran carreteras que llevaban a mis tendones actuar como un resorte, mi codo empujado por la estimulación eléctrica de mis nervios hacía que me sintiera radiante, totalmente vivo, solo el que crea renace de sus cenizas. 


Dormí con esa espada durante años, fue una extremidad de mi cuerpo por mucho tiempo, viajé incansablemente con ella, mirando, observando, interiorizando lo aprendido, visualizando y mejorando. Cada vez creía más, sabiendo que cuanto más aprendía menos sabía, pero más cerca estaba de la verdad, entendiendo que la misma estaba justo al lado de la humildad. En las contadas veces que me habían llamado maestro siempre había mirado hacia abajo, reconociendo que ese título estaba reservado para otros, aunque había expresado con absoluto desparpajo que nunca sería un maestro, porque somos alumnos hasta la muerte. El orgullo propio de los seres humanos nunca se dejaba morir, se había expresado en mis ambiguas divagaciones en las que solo yo era el mejor del mundo, creando tremendas guerras contra mi mayor enemigo. Cuando vagabundeaba por las afueras de la ciudad, y la comida era una simple patata hervida, más irradiaba mi buena suerte, auto convenciéndome, sabiendo que era un solo paso, un paso para llegar a allí, una situación intimista con mis vergüenzas. Dándome cuenta que las necesidades humanas son virtualmente imposibles con una aptitud negativa. Nunca me rendí. Con la lejanía que da el tiempo, redescubrí que los manjares de la vida son más intelectuales que terrenales. Cuando me encontraba en medio de una tormenta daba gracias por que un árbol me resguardará la cabeza. Simples pasos recorrían el caminó, recompensas diarias por subir la montaña, disfrutando los sueños, aunque la alterada respiración algunas veces nos haga incómodo el paseo, intentando no pensar en la agonía de llegar a la cumbre.


En cualquier sitio creaba mi forja, con unas piedras hacia el regazal, la forja pasaba por distintas tonos, trabajaba más fácilmente el acero sabiendo que su amalgama de colores era inmensa. Las coloraciones pasaban del color paja, al azul violeta, llegando a temperaturas de trescientos grados siempre por el incansable oxígeno que entraba intermitentemente por la boca del fuelle. Pasaba del color rojo parecido al brillante atardecer del sol, distinguiendo, solo para ojos del experto, el rojo tenue del rojo blanco, pudiendo llegar a los mil cuatrocientos grados. El forjado ideal se llevaba a cabo cuando tenía un hermoso rojo cereza que alcanzaba la no despreciable temperatura de mil grados, esta gama de colores inapreciable para la mayoría, era para mí el más bonito arco iris. Al principio cuando no había asimilado la sabiduría del acero se me tornaba quebradizo por una técnica errónea en el enfriamiento, demasiado rápido aumenta al máximo la dureza del metal pero se rompía con facilidad. El tratamiento térmico era uno de los factores que determinan el grano del acero, en los cuchillos el grano solía ser fino, porque aumentaba la retención del filo y mejora el acabado final de la navaja. Algunas veces cuando la dureza era extrema hacía un revenido que oscilaba los doscientos noventa grados. Al hacer un arma de combate el acero era más blando, porque la tenacidad servía para resistir los impactos sin sufrir fracturas y necesitaba ductilidad para deformarse sin romperse. Esta parte era la que determinaba si realmente iba a ser un arma. 


Los pasos para dar alma a un arma eran mágicos, así empezaba a perfilarse, el acicalado dejaba atrás su aspecto basto. La hoja era trabajada por la muela, haciendo los vaceos, filos y terminaciones en punta. Pasaba con locura extrema las muelas y más aún las lijas, pasando del grano grande al más fino, terminando como un espejo. El proceso del pulido evitaba el oxidado y mejoraba el endurecimiento. En el proceso de lima se trabajaban los detalles como la cruz de la espada o los rompe-puntas en las hojas. Cada pisada era como la vida misma, un paso mal dado y podías cambiarla totalmente. El acero desnudo en ese momento estaba preparado para vestirse. Montaba la cruz, el puño de madera, y por el pomo pasaban todas las piezas a través de la espiga de la hoja, la parte final de la hoja se estrechaba para albergar la empuñadura. En las espadas la espiga de la hoja debía ser fuerte, sin ningún tipo de soldadura y ser más blanda que el resto de la hoja. Al finalizar la espiga se remachaba fuertemente sobre el pomo.

Tizona

En cualquier papel ideaba los embellecidos revoloteos que daban lugar al perfilado del puño y de la hoja, cada línea era producto de una trabajosa experiencia que había utilizado durante años, esculpía el hierro y así conseguía darle vida a un objeto inerte. Como un hijo al que mimas y guías en un proceso arcaico y maravilloso. Cada día los círculos concéntricos revoloteaban por las líneas perfiladas como obras de arte. Donde más ojos, sin duda los más inexpertos se fijaban en los bellos dibujos de perros, jabalíes, perdices y hombres con grandes botas, esos bodegones eran vida, prisma de una belleza sencilla y dedicada a las pasiones.



"Un escritor no escoge sus temas, son los temas quienes lo escogen"
Mario Vargas Llosa