sábado, 16 de enero de 2016

Réquiem por Dorado.







Era un pez atrapado en una pecera. Bebía todo el agua que podía y lo sacaba rápidamente por las branquias. Cuando tenía frio normalmente nevaba y hacía viento, el hielo cubría la parte superior de mi pecera, me movía rápidamente para que mi delgada aleta azul se calentara. Cuando salía el sol, pronto me ponía a desplegar mis maravillosos abanicos de colores. Me lucia cómo un pavo real e Isabella se fijaba en mí, ella me echaba un bote de comida que me comia durante semanas. Isabella me quería mucho y todos los días me mimaba cantando canciones, todas dedicadas a mi. Perdonen mi voz, pero era algo así, la tenía un poco ronca por la humedad. La canción para que nunca me pusiera malito, me cantaba sobre todo cuando llegaba del colé.

"Mi pececito vivía en una pecera, 
ten mucho mucho cuidado,
pero si te haces mucho daño, 
yo te cuidaré. 
Porque si no te vas hacer daño,
ten mucho mucho cuidado. 
Ten mucho cuidado para que no te hagas daño, 
y si no te llevaremos al veterinario, 
para que te cures en siete días, 
para que vuelvas a casita perfecto.
Mi pez se comía la televisión 
porque era un glotón,
y tenia forma de botón.
ooooooo ooooooooo"


Estaría días y días esperando a que Jesús me limpiara el acuario. Pasaría los días saludándole, pasando fugazmente de abajo arriba, pero él no me podía ver, por qué estaba muy oscuro. Solo escuchaba su voz diciendo:

- Tenemos que limpiar al pez, Charlene.

Un día sin ningún motivo me movía de sitio y me ponía en un vaso. Quitaba el agua de la pecera, y limpiaba los restos de mi comida con papel de cocina, le daba muchas pasadas, hasta dejar mi cristal limpio, reluciente, impoluto. Con una jeringuilla depositaba dos liquidos diferentes. Seguramente seria para tener mis bacterias y poder respirar bien en el agua. Y así volvia a ver desde mi castillo acuático a mis dueños a los que quería con locura.


Homenaje a Dorado, nuestro pez.



Escrita por Isabella y papá.

domingo, 10 de enero de 2016

Vivir sin sueños.





La terapia se hacia desde el mutismo, escuchando los susurros de los viejos sabios que desde el silencio te escuchaban y te expresaban en sus largos acordes como debías actuar. Las anécdotas eran simples recuerdos endulzados, con la savia de nuestros recuerdos.


Me quede sin sueños, ardieron como arden los bosques, dejando todo muerto a su paso, con gritos incombustibles de los árboles que eran difuminados crujidos, de sus hermosos troncos. El olor se podía oler en muchísimos kilómetros, el humo se podía ver de occidente a oriente, se mezclaba y se disolvía con el aire, todo un ciclo perfecto que hacia mágicamente renacer todo lo muerto. Sabia con verdadera admiración que la vida volvía más fuerte, el tiempo ese manido simbolismo, que creaba ciclos anuales que solo eran necesarios para tranquilizar nuestras almas, que se regían por un orden disciplinario que estaba impuesto para consolar nuestros corazones habidos de nuevos y admirables retos.

La vida era insulsa, insustancial, inimaginable, insípida, incoherente, intrascendental, inconexa y sobre todo imprecisa. La aventura quedaba relegada a ver pasar el viento que trasformaba encantadamente las nubes en tonos violáceos quemadas por el astro rey, cuando la tierra benévola arrebata el sol de nuestra vista. La estoica paciencia se revolvía en mi alma, el pacifismo convencido se hacía difícil con gentuza que no merecía la advenediza locura que ponía mi absoluta y estoica visión del mundo patas arriba. Respiraba alterado, apretando la mandíbula, la inconstancia enfermiza que padecía me dolía, solía distraerme como un loco en cosas inconstantes y absurdas. Quería ser como mi héroe, ya no me encontraba ilusionado locamente como aquel joven, que tiempo atrás había mejorado, pero en ese transcurso había perdido a su niño.

Me retorcía como una serpiente, dando vueltas sin sentido, solapando los movimientos artificiales de mi reptil cuerpo, las convulsiones no dejaban ver lo que en realidad mi anatomía, mi cerebro o incluso mi alma intentaban expulsar, la incertidumbre, la maldad, la ambición loca, la ira racional que mi ser intimista esta creando, me hacia sentir mal. Temía temerme a mi mismo, pero la irracionalidad de lo irracional me hacia tender a perder la paciencia. Volvía siempre al pacifismo activo, aquel que iniciaba la guerra para poder lograr la paz, que era una cuartada perfecta para la diabólica teoría de terminar radicalmente con lo que potencialmente te hacia daño. Conseguía sin éxito que pasara, soltaba sin querer alaridos que recordaban los gritos de dolor.

Odiaba a la gente que te hacia sentir insignificante, sabiendo fehacientemente que tu, y solo tu, eres el culpable de esa maldita sensación, luchaba todos los días por superarme, por sobrepasar mi guerra, mi guerra interna. Y seguir ilusionandome por seguir amando al ser humano.