sábado, 26 de noviembre de 2016

Vida, solo pido vida.


La noche estaba empezando, la lluvia envolvía todo, como la oscuridad envuelve a la luna, adornando su universo para ser la pieza más sensible, la compañera más melancólica de las estrellas. Mi corazón estaba frío, había sentido demasiado. Aquella noche olía a sudor, un olor metálico-dulzón envolvía mi cuerpo, todo se adueñaba de mi, la jornada había sido dura, el corazón estaba activado, dolorido, destruido, casi muerto, simplemente me quede inmóvil viendo durante minutos la luz de mi despertador que reflejaba en el techo las horas que habían pasado en esa dura madrugada. Me sentía exhausto, era tan delicado como la flor que es recién cortada, era un ser frágil e indefenso. No era un luchador, ni tampoco un valiente, era de los que me ocultaba cuando había problemas, era de aquellos que corría cuando los otros no soportaban mirar hacia otro lado. Sí, había luchado, pero me sentía vencido, hundido, no sé si podría volver otra vez a pelear, el golpe era solo psicológicamente proporcional a lo mismo que tu corazón siente. Había entendido que a las normas naturales no se las podía vencer. El tiempo era para los adultos, yo quería ser igual que un niño que no ve más futuro que el que vive en ese momento. Las lecciones se aprenden a cualquier edad, las leyes universales que están escritas y que nos dan fuerza están muchas veces ocultas en los misterios de la naturaleza. Aquella noche no podía deslumbrar todo lo hermoso que tenía la vida, solo sentía dolor, un dolor especialmente amargo. Nadie sabe el dolor, nadie sabe las palabras que se quedaron en la oscuridad, ya no sabía nada, no entendía por qué luchaba, no sabía por qué debía hacerlo. Nadie nos enseñaba a tener una vida sin volver a tener contacto. Así sin palabras nos dejó extenuados la vida.
"No quiero pensar porque no quiero que el dolor del corazón se una al dolor del pensamiento." Emilio Castelar.
En recuerdo de mi Tia Joaquina.

sábado, 2 de julio de 2016

La agradable cotidianidad.



Estaba como un grumete en la popa de un barco. Desorientado, traspuesto, agitado con incansables náuseas. Había comenzado una sopa de letras aquella mañana, tachada se me resistía, me llevó más de quince minutos encontrarla, parecía otro día más. Pero por arte de magia como pasan las cosas que no tiene mucho sentido me sentí conmocionado. 

Eso ocurrió mucho después de haberme levantado. Hice pis, me lave los dientes y rematé la jugada con enjuague bucal. Recorrí un laberinto hasta llegar a la cocina, molí café, tenía la boca seca y bebí un poco de agua. Puse la cafetera, una nesspreso de acero inoxidable de dos tazas, la inducción en menos de dos minutos había llegado al punto de ebullición. El torrefacto café salía silbando, esparciendo su aroma por todos los lugares de la casa, era tan fuerte el olor del café arábigo que si no sabías donde estaba la cocina un mapa de olores te llevaba hasta allí. Baje las escaleras de dos en dos, rápidamente compre una barra, era blanda por fuera más aun por dentro, crujiente, tierna, blanca, esponjosa y sobre todo recién hecha, todavía estaba calentita. Saque queso havarti y mortadela siciliana, las lonchas eran finas, no traslúcidas pero si con consistencia suficiente para hacer un bocadillo de un rey. La bandeja era un bodegón, una manzana, una coliflor, un melón pepinero y unas piezas de caza. Coloqué café puro en una taza azul, cuando mezcle la leche, la gravedad hizo su efecto descendente, por un arte místico una marea ascendente mezclo el café sin necesitar cuchara. En el lado derecho un pequeño jarrón de madera, sobresalía una flor amarilla que había recogido Isabella en el campo. El pivote de plástico mediante rozamiento había producido un exquisito zumo, en la izquierda un vaso de naranja recién exprimido. Después de un minuto el típico sonido del microondas me advertía de que ya estaba caliente, cogí el café y lo puse en la bandeja encima justamente del plato donde llevaba el bocadillo, su composición era de catálogo, era tan apetitoso que me sentí orgulloso de mí mismo. El laberíntico recorrido al dormitorio era un claustrofóbico pasillo que parecía una broma macabra. 

Todo cambió, de repente la habitación se iluminó, un sol radiante entraba por la ventana, fue inesperado, casi mágico, algo mareante, revueltamente nauseabundo, me dejo transpuesto, insomne. Al ver su mirada lo que llevaba años sintiendo eclosiono, era simple amor, la inabarcable sensación que ningún poeta había sabido describir por las múltiples tonalidades que tenía.

domingo, 12 de junio de 2016

Saudade.




Por las mañanas cuando despertaba se quedaba viendo las olas, el hipnótico azul, la brisa marina, el color anaranjado de las nubes desvelaba el amanecer, tenía la capacidad de distinguir el olor de la salitre, conectaba mágicamente con todas las partículas de su cuerpo.

 
Llevaba sus hawaianas puestas y un pantalón vaquero desgastado, fumaba pausadamente un puro, en las horas nocturnas parecía un faro. Se arrimaba al agua cuando se sentía triste, se abarloaba con su vieja barca en la marisma y así volvía rápidamente a su estado natural, la alegría. La salitre rápidamente se pegaba, sus labios agrietados sentian un alivio instantáneo, rotos por el viento que los rozaba. Siempre le había sorprendido la mágica relación del céfiro con la piel. 


Los momentos cuya melodía nocturna le acunaban, dormía pronto, pero cuando la mar estaba en pausa, toda la noche podía estar despierto añorando su tranquilizador estruendo. Anhelaba con tanta fuerza la mar, que desde que sus ojos no la veian sentía saudade, sobre todo cuando descansaba su cuerpo en la roca salada. Siempre le había gustado esa palabra, antes incluso de saber su significado, la mágica espiritualidad de los símbolos escritos lo abrumaba prácticamente hasta la locura.


Todavía recordaba esa noche, su cara era todavia joven y no llena de vertiginosas arrugas. Una bella mujer, unos ojos negros grandes como los de un gato, pelo ensortijado hasta la cintura, su cuerpo tostado contoneaba una cintura estrecha con unas piernas inmensamente largas. Había pasado semanas lanzándole miradas suntuosas, durante dos días busco sus ojos por todos los sitios pero se habían ocultado, estaba desaparecida. En la salida de una puerta almidonadamente adornada cogio furtivamente su mano, su boca rozó su oído, entonces escucho con tonalidad musical esa palabra, todavía recordaba la horda de sensaciones sin disciplina que recorrían su cuerpo inexperto. Las noches en que bebía recordaba, y cuando recordaba solo sentía que el que no tiene nada solo sostiene su presente con los hermosos tiempos del pasado.


Inhalo con fuerza, sus pulmones se llenaron de oxígeno, se sumergió en su elemento, bajo rápidamente a dos metros de profundidad para coger caracolas. Los movimientos armoniosos le conferían un aspecto de delfín. Si no sentía la mar sentía saudade.

martes, 24 de mayo de 2016

El vigía.






La ventana oscura no dejaba ver el amanecer. La chaqueta estaba ajustada, desgastada prematuramente por los codos. El pantalon oscuro tenía el tiro largo. Me quedaba suelta la camisa, era dos tallas más grande. La defensa en su sitio.


Un cristal roto, vandalismo salvaje otra noche, dimos parte. Mi compañero tarareaba algo, parecía contento, por lo que pude intuir su hijo había sacado mejores notas de lo que pensaba. Bajamos del vagón, un grito, corrí, un sollozó, un abrazo, un retorno, las sirenas llegaron, todo acabo. La estación estaba vacía, la paz había vuelto, él volvía a  tararear.

domingo, 1 de mayo de 2016

¿Qué haría hoy Don Quijote con los molinos?



- ¡Oh! querido Sancho,  ¿qué ven mis ojos?. ¡Allí!  A lo lejos mis Google glass ven lo que parecen ser gigantes.

- Don Quijote, el zoom óptico de las mías,  solo deja entrever lo que son las aspas de un molino. Sin lugar a dudas la inclinación del sol, el trigo amarillo refleja su color y ciega vuestros ojos.

- ¡Imposible! Lo que ven mis ojos son gigantes vestidos de blanco,  sus espadas son altas, de más o menos unos veinte pies. ¿No escuchas Sancho los gruñidos?--dijo don Quijote con voz de enfado.

- Mi señor los rugidos son las muelas de los molinos, que al movimiento de las aspas mueven los engranajes. Es tan leve el sonido que mis viejos oídos no lo llegan a escuchar.

- Mala suerte la mía querido Sancho, mi varita no funciona, los duros achaques que me sobrevinieron me hicieron tropezar encima de ella. Bien sabes que de un solo requiebro de mi muñeca hubiera echo desaparecer a esos malignos gigantes.

- Eso no lo dudo, aunque soy analfabeto, de esos inocentes que saben leer y escribir pero a los que les cuesta discernir las más variopintas situaciones,  no es que me guste presumir de mi ignorancia pero uno con la edad sabe sus limitaciones. Sabía de su amor por los libros de fantasía, de su meticuloso estudio sobre la verdad de Harry Potter y la fuerza oculta de Gandalf en los reinos escandinavos. Sabiendo como dice don Pero Perez ''La mitad veas, la mitad creas'',  quería advertirle que eso no son gigantes son simples molinos de viento, su sed de aventuras está nublando su buena vista.

- No estás hecho para este asunto, cuando nuestras gloriosas gestas se escriban, bien sabes Sancho que nuestras aventuras en el tiempo serán la pasión desmedida de un escritor, sabiendo pues que se suele escribir por habladurías. Nosotros tendremos la gratificación intrínseca de la propia escritura, buscaremos nuestro futuro, déjame y en un minuto te lo demostraré. Que aunque sea sólo con mis puños los venceré.

- Sí, mi señor,  pero lo mejor sería... -- dejándole con la palabra en la boca salió como loco que lleva el diablo, con los ojos ensangrentados, su caballo de acero hizo un surco en la amarillenta cebada. El golpe fue tal que dejó todo su cuerpo magullado.


- Ya le dije yo que eran molinos de viento. --gritaba Sancho mientras montaba a Rucio.

Sus primeras palabras fueron tartamudas revelaciones.

- No, eran malditos gigantes, ellos cambiaron su cuerpo y eran molinos. Os juro que así fue.

Sancho le ayudó a levantarse, no sin dificultad consiguieron montarlo en el destartalado Rocinante, sin más queja siguieron su camino, sabiendo que un mago de la orden de Merlín y su escudero iban surcando La Mancha.

jueves, 7 de abril de 2016

Siento miedo.







Siento por ti, por tu hijo, por tu padre.
Siento un miedo atroz.
Siento que el miedo me atrapa.
Siento que la gente no siente.
Siento cerca al mago de Oz.
Siento resignación sin pausa.
Siento que el futuro está escribiendose.
Siento que todo pasa muy veloz.
Siento al león sin valor, sin vida.
Siento la guerra, su certero y brutal choque.
Siento al espantapájaros sin cerebro, sin voz.
Siento al hombre de hojalata sin corazón, sin rendirse.
Siento que Dorothy se quedo sin niñez y se convirtió en un lobo feroz.


Siento que ya no hay ilusión 
pero si demasiada información. 
Mucha mentira con temor
así se fabrican hombres sin amor.
Siento solo dolor en las noticias sin corazón.
Siento una profunda oscuridad en el cambio, en la magia, 
en el ilusionismo de gente muerta de pensamiento, 
que son estatuas sin recuerdo.
Siento locura en lo banal y cintura en el ojal.




''Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias.''
Don Quijote de la Mancha, segunda parte capítulo XI.
Miguel de Cervantes 


jueves, 24 de marzo de 2016

Forjado a fuego.


El nacimiento de un hijo de acero.




A los diez años sentí la fuerza de la forja, el acero se transformaba en mis manos, en cada martillazo notaba el movimiento, la tensión de los átomos me decían la fuerza que tenía que trasmitir. Sabía, como una verdad impuesta desde la cuna que tenía que hacer para que no se partiera, notaba la vibración que producía el metal vivo. Lo trataba con mimo, intentando que su alma inerte saliera a la luz, el acero incandescente arrugaba su forma por las fuerzas implacables del yunque y el martillo. En el cobertizo donde el calor era asfixiante estaba a punto de hacer el corte térmico, templaba el acero para darle consistencia a la hoja, a setecientos cincuenta grados entraba en el agua, sentía lo mismo que el pintor al fluir la brocha por el lienzo desnudo, algo que no se podía describir. Un cosquilleo me bajaba del cuello, mi imaginación me transporto a otro lugar, unos cuantos de miles de años antes, donde un hombre realizaba su primera espada, ese viejo amigo que le diferenciara de la vida o de la muerte, esa obra de arte la cual le valdría para defenderse o para poder cortar la carne. 



Aquella primera vez nunca la pude olvidar, el olor de la fragua, el humeante café saliendo de la vieja cafetera, el sonido constante de los metales, la rotura de la madera, la transformacion en brasas de un trozo húmedo de árbol, la mágica metamorfosis de la vieja alquimia. Mi forja era arcaica, lo más prehistórica posible, daba calor con un fuelle de cuero viejo cuyo uso era lo más parecido al contacto salvaje y antiguo que había visitado el ser humano. Cuando el fuego asumía una temperatura considerable y caldeaba más el ambiente, mi concentración también iba en aumento. El sudor resbalaba por mi espalda, el cuello de mi camisa estaba empapado, mi frente parecía un manantial, mis músculos estaban en tensión, las fibras musculares eran carreteras que llevaban a mis tendones actuar como un resorte, mi codo empujado por la estimulación eléctrica de mis nervios hacía que me sintiera radiante, totalmente vivo, solo el que crea renace de sus cenizas. 


Dormí con esa espada durante años, fue una extremidad de mi cuerpo por mucho tiempo, viajé incansablemente con ella, mirando, observando, interiorizando lo aprendido, visualizando y mejorando. Cada vez creía más, sabiendo que cuanto más aprendía menos sabía, pero más cerca estaba de la verdad, entendiendo que la misma estaba justo al lado de la humildad. En las contadas veces que me habían llamado maestro siempre había mirado hacia abajo, reconociendo que ese título estaba reservado para otros, aunque había expresado con absoluto desparpajo que nunca sería un maestro, porque somos alumnos hasta la muerte. El orgullo propio de los seres humanos nunca se dejaba morir, se había expresado en mis ambiguas divagaciones en las que solo yo era el mejor del mundo, creando tremendas guerras contra mi mayor enemigo. Cuando vagabundeaba por las afueras de la ciudad, y la comida era una simple patata hervida, más irradiaba mi buena suerte, auto convenciéndome, sabiendo que era un solo paso, un paso para llegar a allí, una situación intimista con mis vergüenzas. Dándome cuenta que las necesidades humanas son virtualmente imposibles con una aptitud negativa. Nunca me rendí. Con la lejanía que da el tiempo, redescubrí que los manjares de la vida son más intelectuales que terrenales. Cuando me encontraba en medio de una tormenta daba gracias por que un árbol me resguardará la cabeza. Simples pasos recorrían el caminó, recompensas diarias por subir la montaña, disfrutando los sueños, aunque la alterada respiración algunas veces nos haga incómodo el paseo, intentando no pensar en la agonía de llegar a la cumbre.


En cualquier sitio creaba mi forja, con unas piedras hacia el regazal, la forja pasaba por distintas tonos, trabajaba más fácilmente el acero sabiendo que su amalgama de colores era inmensa. Las coloraciones pasaban del color paja, al azul violeta, llegando a temperaturas de trescientos grados siempre por el incansable oxígeno que entraba intermitentemente por la boca del fuelle. Pasaba del color rojo parecido al brillante atardecer del sol, distinguiendo, solo para ojos del experto, el rojo tenue del rojo blanco, pudiendo llegar a los mil cuatrocientos grados. El forjado ideal se llevaba a cabo cuando tenía un hermoso rojo cereza que alcanzaba la no despreciable temperatura de mil grados, esta gama de colores inapreciable para la mayoría, era para mí el más bonito arco iris. Al principio cuando no había asimilado la sabiduría del acero se me tornaba quebradizo por una técnica errónea en el enfriamiento, demasiado rápido aumenta al máximo la dureza del metal pero se rompía con facilidad. El tratamiento térmico era uno de los factores que determinan el grano del acero, en los cuchillos el grano solía ser fino, porque aumentaba la retención del filo y mejora el acabado final de la navaja. Algunas veces cuando la dureza era extrema hacía un revenido que oscilaba los doscientos noventa grados. Al hacer un arma de combate el acero era más blando, porque la tenacidad servía para resistir los impactos sin sufrir fracturas y necesitaba ductilidad para deformarse sin romperse. Esta parte era la que determinaba si realmente iba a ser un arma. 


Los pasos para dar alma a un arma eran mágicos, así empezaba a perfilarse, el acicalado dejaba atrás su aspecto basto. La hoja era trabajada por la muela, haciendo los vaceos, filos y terminaciones en punta. Pasaba con locura extrema las muelas y más aún las lijas, pasando del grano grande al más fino, terminando como un espejo. El proceso del pulido evitaba el oxidado y mejoraba el endurecimiento. En el proceso de lima se trabajaban los detalles como la cruz de la espada o los rompe-puntas en las hojas. Cada pisada era como la vida misma, un paso mal dado y podías cambiarla totalmente. El acero desnudo en ese momento estaba preparado para vestirse. Montaba la cruz, el puño de madera, y por el pomo pasaban todas las piezas a través de la espiga de la hoja, la parte final de la hoja se estrechaba para albergar la empuñadura. En las espadas la espiga de la hoja debía ser fuerte, sin ningún tipo de soldadura y ser más blanda que el resto de la hoja. Al finalizar la espiga se remachaba fuertemente sobre el pomo.

Tizona

En cualquier papel ideaba los embellecidos revoloteos que daban lugar al perfilado del puño y de la hoja, cada línea era producto de una trabajosa experiencia que había utilizado durante años, esculpía el hierro y así conseguía darle vida a un objeto inerte. Como un hijo al que mimas y guías en un proceso arcaico y maravilloso. Cada día los círculos concéntricos revoloteaban por las líneas perfiladas como obras de arte. Donde más ojos, sin duda los más inexpertos se fijaban en los bellos dibujos de perros, jabalíes, perdices y hombres con grandes botas, esos bodegones eran vida, prisma de una belleza sencilla y dedicada a las pasiones.



"Un escritor no escoge sus temas, son los temas quienes lo escogen"
Mario Vargas Llosa




domingo, 14 de febrero de 2016

Ni tú ni nadie entendía mis palabras.






Ni tú ni nadie entendía mis palabras, palabras escondidas en sitios guardados. Nadie entendía el significado abstracto de la lluvia golpeando la ventana, pero si sentías que era maravillosamente relajante cuando estabas debajo de la manta, leyendo un libro. Quería expulsar con punzante dolor lo que yo sentía. Los puntos inconexos se juntaban solos, palabra por palabra, sin querer, hacían frases con significados inasequibles para los que no tenían los ojos del alma bien abiertos, para sentir, amar y pensar. Nadie entendía por que lo hacia, las voces que recordaban mis miserias no paraban de gritar en mi mente. Muchas veces simplemente cogía la pluma y ese grito se hacia palabra. Las palabras se comunicaban como una columna de hormigas, haciendo a ese ser un cerebro colectivo, el cual formaba una idea, una fantasía, un sentimiento o simplemente revivía un simple recuerdo. Los seres que sin querer me visitaban solo eran las frustraciones y miedos que el alma humana sentía, se hacían pasar como parte de mi, pero sólo eran voluntades pasadas que hacían sentir dolor, un dolor totalmente arcaico porque ya no podía cambiarlo. La mente se quedaba en blanco, la pluma distraída cursaba sin querer en el papel signos legibles, que me llevaban al máximo gozo, simplemente con pasar la punta de iridio en el papel, ese ligero rasgado milagroso hacia desbordar la tinta, era realmente sublime ver esa mágica transformación.

Ni tú ni nadie entendía mis palabras, eran frases barrocas, palabras floridas que hacían sin querer sonidos. Sonidos bonitos, sonidos cargados de musicalidad. Versos que se entrelazaban en arboles, arboles que se entrelazaban con sonidos, sonidos que se entrelazaban con paisajes. Sacudidas inconscientes de arte, que podría significar todo y muchas veces nada. 

Ni tú ni nadie entendía mis palabras, “como quieres entenderme si yo mismo no me entiendo”. Un grito ahogado que me evoca a escribir, a verter todos mis sentimientos en frases, muchas veces sin sentido para ti. Inusualmente me escribías cartas de amor, yo respondía a todas, mis constantes preguntas eran respuestas a mis miedos. Te fijaste muchas veces que hablaba de mi, que hablaba de ti. De las veces que quería ser como tu, pero realmente no era yo el que salía en esas historias. 

Ni tú ni nadie entendía mis palabras, no quería que las entendieras, simplemente quería hacerte sentir. 
Si sentías todo, mi trabajo esta hecho. 
Si sentías odio era justamente lo que quería.
Si sentías amor era justamente lo que quería. 
Si sentías asco era justamente lo que quería.
Si sentías deseo era justamente lo que quería. 
Si sentías alegría era justamente lo que quería. 
Si sentías indiferencia era justamente lo que quería. 
Si no sentías nada era porque no estabas preparado para sentir.


La poesía no quiere adeptos, quiere amantes. Federico Garcia Lorca.

sábado, 16 de enero de 2016

Réquiem por Dorado.







Era un pez atrapado en una pecera. Bebía todo el agua que podía y lo sacaba rápidamente por las branquias. Cuando tenía frio normalmente nevaba y hacía viento, el hielo cubría la parte superior de mi pecera, me movía rápidamente para que mi delgada aleta azul se calentara. Cuando salía el sol, pronto me ponía a desplegar mis maravillosos abanicos de colores. Me lucia cómo un pavo real e Isabella se fijaba en mí, ella me echaba un bote de comida que me comia durante semanas. Isabella me quería mucho y todos los días me mimaba cantando canciones, todas dedicadas a mi. Perdonen mi voz, pero era algo así, la tenía un poco ronca por la humedad. La canción para que nunca me pusiera malito, me cantaba sobre todo cuando llegaba del colé.

"Mi pececito vivía en una pecera, 
ten mucho mucho cuidado,
pero si te haces mucho daño, 
yo te cuidaré. 
Porque si no te vas hacer daño,
ten mucho mucho cuidado. 
Ten mucho cuidado para que no te hagas daño, 
y si no te llevaremos al veterinario, 
para que te cures en siete días, 
para que vuelvas a casita perfecto.
Mi pez se comía la televisión 
porque era un glotón,
y tenia forma de botón.
ooooooo ooooooooo"


Estaría días y días esperando a que Jesús me limpiara el acuario. Pasaría los días saludándole, pasando fugazmente de abajo arriba, pero él no me podía ver, por qué estaba muy oscuro. Solo escuchaba su voz diciendo:

- Tenemos que limpiar al pez, Charlene.

Un día sin ningún motivo me movía de sitio y me ponía en un vaso. Quitaba el agua de la pecera, y limpiaba los restos de mi comida con papel de cocina, le daba muchas pasadas, hasta dejar mi cristal limpio, reluciente, impoluto. Con una jeringuilla depositaba dos liquidos diferentes. Seguramente seria para tener mis bacterias y poder respirar bien en el agua. Y así volvia a ver desde mi castillo acuático a mis dueños a los que quería con locura.


Homenaje a Dorado, nuestro pez.



Escrita por Isabella y papá.

domingo, 10 de enero de 2016

Vivir sin sueños.





La terapia se hacia desde el mutismo, escuchando los susurros de los viejos sabios que desde el silencio te escuchaban y te expresaban en sus largos acordes como debías actuar. Las anécdotas eran simples recuerdos endulzados, con la savia de nuestros recuerdos.


Me quede sin sueños, ardieron como arden los bosques, dejando todo muerto a su paso, con gritos incombustibles de los árboles que eran difuminados crujidos, de sus hermosos troncos. El olor se podía oler en muchísimos kilómetros, el humo se podía ver de occidente a oriente, se mezclaba y se disolvía con el aire, todo un ciclo perfecto que hacia mágicamente renacer todo lo muerto. Sabia con verdadera admiración que la vida volvía más fuerte, el tiempo ese manido simbolismo, que creaba ciclos anuales que solo eran necesarios para tranquilizar nuestras almas, que se regían por un orden disciplinario que estaba impuesto para consolar nuestros corazones habidos de nuevos y admirables retos.

La vida era insulsa, insustancial, inimaginable, insípida, incoherente, intrascendental, inconexa y sobre todo imprecisa. La aventura quedaba relegada a ver pasar el viento que trasformaba encantadamente las nubes en tonos violáceos quemadas por el astro rey, cuando la tierra benévola arrebata el sol de nuestra vista. La estoica paciencia se revolvía en mi alma, el pacifismo convencido se hacía difícil con gentuza que no merecía la advenediza locura que ponía mi absoluta y estoica visión del mundo patas arriba. Respiraba alterado, apretando la mandíbula, la inconstancia enfermiza que padecía me dolía, solía distraerme como un loco en cosas inconstantes y absurdas. Quería ser como mi héroe, ya no me encontraba ilusionado locamente como aquel joven, que tiempo atrás había mejorado, pero en ese transcurso había perdido a su niño.

Me retorcía como una serpiente, dando vueltas sin sentido, solapando los movimientos artificiales de mi reptil cuerpo, las convulsiones no dejaban ver lo que en realidad mi anatomía, mi cerebro o incluso mi alma intentaban expulsar, la incertidumbre, la maldad, la ambición loca, la ira racional que mi ser intimista esta creando, me hacia sentir mal. Temía temerme a mi mismo, pero la irracionalidad de lo irracional me hacia tender a perder la paciencia. Volvía siempre al pacifismo activo, aquel que iniciaba la guerra para poder lograr la paz, que era una cuartada perfecta para la diabólica teoría de terminar radicalmente con lo que potencialmente te hacia daño. Conseguía sin éxito que pasara, soltaba sin querer alaridos que recordaban los gritos de dolor.

Odiaba a la gente que te hacia sentir insignificante, sabiendo fehacientemente que tu, y solo tu, eres el culpable de esa maldita sensación, luchaba todos los días por superarme, por sobrepasar mi guerra, mi guerra interna. Y seguir ilusionandome por seguir amando al ser humano.