miércoles, 10 de diciembre de 2014

El viejo que sabía a mar.




Cantaba cánticos al mar, recitaba poesía bombardeando versos sin rima. Causando huracanes de sentimientos en los corazones de locos solitarios. Sintiendo el viento húmedo que estaba cargado de lluvia y que le encantaba sentir en la cara. Soñaba con las tardes de tormenta, lo emocionaba toda la fuerza y la plenitud infinita en la superficie revuelta del mar. Cuando el tiempo se calmaba podía ver la luna reflejada en el agua sobre todo en las noches de primavera. Todo en él era poesía.

Le bese y me quedo un sabor salado en la parte exterior de los labios. Ya no era joven, pero tampoco viejo. Los vientos habían modificado su cara, los surcos se entremezclaban con las quemaduras devastadoras producidas por el sol. Antes del amanecer ya estaba cogiendo sus aparejos. Esa mañana lo vi desde la ventana, estaba allí, de pie, largo y seco como sardina ahumada. Se le veía en la penumbra, el viejo candil que tenia a la derecha definía una silueta quijotesca, en su lado izquierdo se desdibujaba una barba de varios días. Todas las mañanas me levantaba antes de que saliera el sol, me escapaba de la cama para ver su figura.

La mar estaba revuelta aquella mañana, había visto muchas veces esa mirada, era reposada, como estudiando el tiempo. Sus músculos eran duros, todavía fuertes como el acero y su espalda flexible como la de un junco. Fumaba siempre en pipa, muchas tardes al lado de la marisma con dos piedras que hacían un escaño reposaba sus posaderas leyendo libros antiguos y memorizando poemas. Cuando quemaba el tabaco miraba de soslayo a las jóvenes morenas que pasaban por su lado.

En las noches donde la magia se hacia flamenco cantaba por fandangos, siempre poemas de Machado, y algún soneto suelto de Quevedo. Cuando su alma se apesadumbraba iba a la mar, se tumbada en la barquilla y dejaba acaecer las horas. Se entretenía viendo las nubes pasar e imaginaba dinosaurios o siluetas de caras conocidas. Se le veía reír entre dientes cuando un animal se parecía alguno de sus amigos. Cuando la salitre estaba en su camiseta como una mancha blanca, su frente era ya una salina con piedras semi invisibles que solo se notaban al tacto. Ese era el momento idóneo para irse camino al pueblo, muchas veces la única luz que alumbraba su camino era el incandescente tabaco.

En el puerto vendía algúna hurta o róbalo que gustaban mucho en la provincia. Disfrutaba los días nublados en el que sol desaparecía y el frió se dejaba notar en las carnes. De vez en cuando el agua le salpicaba en la cara y se reía de lo feliz que era simplemente viendo la vida pasar.

La pirámide que había construido con bases sólidas había sido destruida. La cicatriz que tenía no había sanado, él lo descubrió, eso le dejo una huella en el alma, con el tiempo comprendió que brillaría siempre y nunca se apagaría. Ella no pudo darle hijos y eso le había marcado como hombre, era más egoísta, menos humano y él lo sabía. Todavía alguna viuda le quería y se dejaba querer, cuando la necesidad le apretaba se dejaba abrazar por doña Julia. Se le veía mirar a cada lado de la calle, salir con paso ligero, metido en su capucha, queriendo esquivar las miradas de un secreto a voces.

Desayunaba, comía y cenaba en su pequeña barca. Siempre pescado hervido o frito, huevos escalfados o duros y en fiestas de guardar algo de carne. Cantaba tristes coplillas escritas con plumilla y papel amarillento que recordaban que la vida no era solo esperar, era la acción obligatoria de siempre mirar hacia delante. Ahora con la mortal distancia del tiempo veía con resignación inconsciente las largas horas que había pensado en los besos que la dio.

Cuando la melancolía se mezclaba con manzanilla se dejaba llevar. Y cantaba como el martinete ardiente, martilleando incandescente el yunque, logrando que no hubiera una pérdida incombustible y renovando la energía como la arena engullidas por los incesantes oleajes. El quejido amanecía con la primera letra:

Estrella que en el cielo estas,
no dejas nunca de brillar
a mi lado te sientas
y te marchas sin avisar.

Después de los versos se quedaba escuchando largo tiempo la guitarra. Quemando el tabaco lento de la pipa. Se quedaba inconsciente cuando los recuerdos se agolpaban y muchas veces se le olvidaba hasta respirar.

Cuando lo conocí su vida no tenía sentido, se había salido del camino, pasaba los días bebiendo. La cuerda que le guiaba se había roto y tuvo que reconstruirla pieza a pieza, sabiendo que cada una ya no se podría poner en el mismo sitio. Pudiendo convertir al más  estupido en el más relevante sabio. Me enseñó  todo lo que se, me educo en el valor noble del ser humano, nunca me dijo lo que me quería con palabras sino con palmadas en la espalda, con símbolos que solo los hombres entendemos.
Era feliz no solo cuando pescaba, pasaba los días reparando redes, lijando y repintando su barca. No pedía mas, siempre tenía lo necesario, y cuando no lo tenía lo buscaba. No tenía nada, pero lo tenia todo, sobre todo sus manos, su cuerpo, su espíritu libre y a su lado siempre omnipresente el mar, fuente natural de energía.



Un pequeño homenaje.


Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero. 

El viejo y el mar. Ernest Hemingway.


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