jueves, 25 de junio de 2020

El apátrida.



Cuantas veces fantaseo con hacer desaparecer al invasor, cuantas veces la bilis le llegó de su intestino a la boca, cuantas veces se arrepintió de quedarse sentado mientras sus manos temblaban de rabia.  Aquel agosto el sol estaba en el horizonte, rozó con sus suaves dedos la metálica estructura, empuñó y tocó el gatillo. La llama de nueve milímetros retrocedió y sintió el golpeteo en sus manos, esa brusquedad hizo encender la maquiavélica idea que le hacía partícipe del daño. Esa convulsión le golpeó el corazón. El cartón con forma corporal al que apuntaba se llenó de agujeros en su pecho virtual. Sin querer, el juego se había traducido en una transformación.


El himno era su palabra, sus palabras eran su credo y su credo era su religión. Ya no había gente como él, era un idealista, un despojo del pasado, un paria del sistema, un ermitaño de sus ideas.  El todavía creía. Se crío construyendo barcos de papel, viendo coches voladores, en sus cuentos todavía había lindos caballeros que resolvían sus disputas con capa y espada. Donde ellos mismos eran el juez, solo a veces sentían misericordia y siempre tenían el derecho moral de batirse el cobre. El honor era la más alta de las virtudes, sencillamente había crecido leyendo. 


Tardo mucho tiempo en darse cuenta, de que afuera había un mundo apoltronado y caducó, rancio, mentiroso en cuyo mundo la gente débil era machacada hasta la desintegración de su ser. El esfuerzo y el sacrificio personal había sido dado por muerto, había dado lugar a un egoísmo nostálgico y primitivo que vivía entre nosotros. Su palabra era su estandarte. Creía en el principio idílico de que la vida valía ser arriesgada por conservar la dignidad, antes morir que perder el honor. Habría matado con certeras cuchilladas a quien hubiera ultrajado sus principios. Arrojaba bilis cuando alguien ennegrecía con palabras de duda su amada democracia. Era fiero, insensible y orgulloso. No le importaba nadie, solo su palabra y el fin en si mismo. Era un derivado místico, un Hércules, un semidiós, un sabio, un prodigio, una linterna en una oscuridad total. No conocía hombre sano que estuviera a su altura, se sentía orgulloso de su destino, a la vez era empático y dicharachero, era un coctel perfecto, sus palabras solo salían sangrantes de su boca. Solo el inteligente y el valiente podrían hacer cambiar a un corazón de fuego, que llevaba tatuajes de duras quemaduras sobre su piel, había intentado quemar más de una vez su ser.


Estaba harto de lecciones, él seguía su propio código moral, no necesitaba cariño ni enseñanzas, no era sabio ni arrogante, el dinero era secundario y su trabajo diario era primario. No tuvo metas por muchos años, solo quiso sobrevivir. Cuando hablaba con odio no se daba cuenta de que sus puños cerrados eran fantasmas que rondaban por su cabeza. Cuando su voz se alteraba se transformaba en un huracán y las palabras arrastraban un ardor que apestaban todo su ser, se transformaba en una bestia, la tenía enjaulada pero cada cierto tiempo asomaba para recordarle que aunque sus enseñanzas le habían cambiado nunca le transformarían. Muchos años se sintió como un intruso en su propio cuerpo, cuando su corazón se sentía mal se ponía a reír, la mayoría de las veces para sentir que era capaz de mostrarse humano, nunca sabría lo que sentiría cuando sus manos no fueran capaces de hacer nada. Era un lacayo de su patria, los huevos estaban innatos en su trabajo.



Se puso de firmes, su mano se colocó a una cuarta de su frente, los botones de su chaqueta centelleaban, la boina del regimiento de infantería ligera brillaba con los rayos del sol. El emblema del ejército de tierra esta compuesto de la cruz-espada de Santiago, en la punta del escudo una corona, símbolo de la unidad de España. La música explosionó en su cabeza, el himno hizo vibrar su corazón como si una lanza le hubiera atravesado. Su patria era su bandera, los colores se distinguían en la más larga lejanía, el veintiocho de mayo de mil setecientos ochenta y cinco fue erigida en el pabellón de la marina mercante, y el trece de octubre de mil ochocientos cuarenta y tres fue elegida como nuestra bandera. La bandera es la conjunción de nuestro sentimiento, los griegos nos llamaban íberos, los romanos nos bautizaron como Hispania, desde ese mismo momento nos convertimos en España.


Había redescubierto el término. Vilmente había sido vilipendiado, utilizado por los que realmente no querían engrandecer ese justa palabra. Los locos garabatos se envolvían con tiernas sensaciones, en el pasado nos toco defender estandartes que nos hacían creer, aunque nos utilizaban para intereses serviles.


Ese día comprendió que su amor idílico estaba empañado de insólitas lagunas, que el amor que sentía seguía siendo amor, pero se transformó en oleadas de sensaciones, no en defensas partidistas. A pesar de la metamorfosis todavía amaba su tierra, sus olores, sus montañas, sus ríos llenos de vida. Los campos de Castilla que habían sido descritos por Antonio Machado mucho tiempo atrás. Recordaba versos de Lorca que describían a sus gentes. Su viaje a la Alcarria le hizo descubrir nuevos caminos, que le dejaron nuevos mundos. Sus costas frías bañadas por el océano Atlántico y sus aguas calientes por su hermoso Mediterráneo. Sus islas son el edén, su variedad, su gastronomía, en especial todos los ángeles que están en su territorio, estaban bendecidos todos por su gracia, en un terreno tan pequeño se encuentran miles de universos.  Amaba sus lenguas, su arquitectura y hasta el ultimo grano de tierra. Indudablemente hubiera muerto por ella.


Él ya no era el joven intrépido que hubiera matado por atentar contra su palabra, ahora en su sonrisa se podían ver arrugas, era realmente libre, no tenia imposiciones de nadie, seguía siendo fiel a su credo, muy pocos podían decir eso, no se dejaba guiar por enseñas, enseres o credenciales. Las palabras solo eran eso, palabras. La verdad oculta se declaraba verdad. Si, amaba su patria, pero ya no de esa forma romántica, idílica o soñadora. No necesitaba que nadie le llevara de la mano como a  un niño descarriado, vulnerable y solitario.  Solo él tomaba las decisiones, solo él, en su ágora personal discutía con sus otros yos las realidades que le acontecían.


“Ninguno ama a su patria porque es grande, sino porque es suya.” Seneca 

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